Cambio económico o cambio climático, por Carlos Merenson
Para los ecólogos no es un secreto que la naturaleza confía en los equilibrios. Los ciclos del agua, del carbono o del nitrógeno resultan claros ejemplos de los delicados y complejos equilibrios de la vida. La regeneración natural de los ecosistemas boscosos o de los humedales son otras expresiones de esos equilibrios. Si existen equilibrios, necesariamente deben existir “límites” y una economía de crecimiento ilimitado contradice entonces esta tendencia natural, con lo cual las crecientes crisis ambientales y económicas en gran medida son síntomas de la descoordinación existentes entre ambos mundos.
Con el objeto de dar respuesta a la crisis financiera que estalló en 2007, el G20 acordó celebrar una serie de Cumbres de Jefes de Estado o Gobierno. La primera de estas Cumbres se celebró en noviembre de 2008 en Washington DC. En la declaración surgida de la reunión se incluyó un párrafo por el que los líderes del G20 se comprometieron a afrontar otros retos de naturaleza crítica, como son la seguridad energética y el cambio climático.
En Septiembre de 2009, al concluir su tercera Cumbre celebrada en Pittsburgh, la declaración señaló: No escatimaremos esfuerzos para llegar a un acuerdo en Copenhague a través de las negociaciones de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Tres meses después, en Diciembre de 2009, se celebró en Copenhague la décimo quinta Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, sin poder alcanzar los acuerdos indispensables para evitar las interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático mundial. En junio de 2010, al finalizar la cuarta Cumbre del G20 celebrada en Toronto, y con el fracaso de Copenhague a cuestas, se incluyó el siguiente párrafo:
Reiteramos nuestro compromiso con una recuperación “verde” y con un crecimiento global sostenible. Aquellos de nosotros que se han asociado al Acuerdo de Copenhague reafirmamos nuestro apoyo a dicho Acuerdo y a su implementación y llamamos a otros a que se asocien… estamos decididos a asegurar un resultado exitoso a través de un proceso inclusivo en las Conferencias de Cancún.
Como es de público conocimiento, en Cancún sólo se alcanzaron acuerdos secundarios sin poder dar una respuesta concreta y contundente a este desafío crítico que nos plantea el proceso de cambio climático global.
Nos hemos ido acostumbrando tanto a las noticias que informan de los magros resultados o el fracaso de las negociaciones que año a año se desarrollan en las Conferencias de las Partes de la Convención como así también de los incrementos de las emisiones antropogénicas de gases efecto invernáculo. Desde 1990, año establecido como base para las reducciones de emisiones del Protocolo de Kioto, la concentración atmosférica de CO2 creció a una tasa anual de 1,5 ppm (partes por millón) alcanzando, a finales de 2009, una concentración de 387 ppm, la más alta en los últimos 2 millones de años, aproximándose a paso firme a los umbrales críticos, tras los cuales se pueden esperar efectos climáticos graves e irreversibles[1].
El continuo ritmo de crecimiento de las emisiones contrasta con los objetivos de reducción establecidos luego de las arduas negociaciones desarrolladas en la Convención y su Protocolo de Kioto. Hoy esas negociaciones se encuentran empantanadas. Muchas son las causas que se pueden citar, pero existen dos hechos que no deben pasar inadvertidos a la hora de los balances.
En primer lugar, cada día resulta mayor el abismo abierto entre la disminución de las emisiones necesaria para mitigar el cambio climático global definida por los científicos[2] y la disminución de las emisiones que los políticos consideran factible de alcanzar. En segundo lugar, el pensamiento económico dominante, que no puede inspirar la adopción de medidas que posibiliten mitigar el cambio climático y menos aún inspirar el urgente y necesario cambio de rumbo hacia un curso de sostenibilidad. Valen aquí mas que nunca las palabras de Albert Einstein: los problemas no se pueden resolver dentro del marco mental que los originó.
No será nada fácil entonces revertir estas tendencias que apuntan en sentido contrario al indicado por los científicos, menos aún cuando tal como lo postula la Convención, las reducciones deberán alcanzarse en un plazo suficiente para permitir que los ecosistemas se adapten naturalmente al cambio climático, asegurar que la producción de alimentos no se vea amenazada y permitir que el desarrollo económico prosiga de manera sostenible.
Las decisiones políticas y económicas que conducen al aumento de las emisiones obedecen fundamentalmente a nuestra actual incapacidad para desconectar el crecimiento económico de las emisiones de carbono. Las curvas de crecimiento en las emisiones mundiales de CO2 y del PBI sugieren que a cada incremento en el PBI corresponde un registro paralelo de mayor uso de energías fósiles y emisiones de CO2.
Gráficos tomados de “Ecological macroeconomics: Consumption, investment, and climate change”, Jonathan M. Harris (Tufts University. USA) – Real-World Economics Review – Issue no. 50, 8 September 2009
Con el objeto de establecer el grado de correlación existente entre ambas series de datos (PBI y emisiones), el autor ha obtenido un valor de “r” igual a 0,98 para el periodo 1870-2008.
Una forma pragmática de visualizar el proceso y las causas que definen el aumento de las emisiones antropogénicas de gases efecto invernáculo la provee la ecuación desarrollada por el economista energético Yoichi Kaya, quien relaciona los factores que determinan el nivel de impacto humano sobre el clima en la forma de emisiones de dióxido de carbono. Kaya postula que son cuatro los factores que definen la cuantía de tales emisiones: la “intensidad de carbono de la energía” (emisiones de carbono por unidad de energía consumida); la “intensidad energética de la economía” (consumo de energía por unidad de PIB); el PIB per cápita y la población.
Mientras que las negociaciones en la Convención giran sobre las formas de disminuir la intensidad de carbono modificando las fuentes energéticas y sobre las formas de disminuir la intensidad energética de la economía aumentando la eficiencia en su uso, poco es lo que se dice, y nada lo que se negocia sobre la evolución del PIB/cápita y el crecimiento exponencial de la población. Ambos factores resultan preponderantes y definitorios de la cuantía de las emisiones de CO2. Si aplicamos la ecuación de Kaya a los mejores pronósticos de reducción de intensidad de carbono y energética que se pueden esperar para los próximos 25 años e incorporamos las tendencias de crecimiento del PBI/cápita y de población, el resultado final sería que en 2035 las emisiones globales de CO2 se incrementarían en más del 40% respecto de 2007, tal como lo ha calculado Mariano Marzo, catedrático de recursos energéticos de la Universidad de Barcelona.
Cabe preguntarse entonces si el necesario freno a las emisiones de gases efecto invernáculo se podrá alcanzar dentro de las negociaciones que se desarrollan a nivel internacional en la Convención, o si en realidad ellas sólo podrán llegar como fruto de un debate mas amplio en el campo de la economía. Un debate en el que se analice en profundidad el paradigma dominante en las relaciones sociedad-naturaleza; que cuestione el actual modelo de desarrollo y se proponga un cambio copernicano en el sentido y dirección de nuestras actuales creencias económicas, entre las cuales, el crecimiento sin límites de la economía ocupa un lugar central.
Creo oportuno recordar las ideas del economista y matemático rumano Nicholas Georgescu-Roegen[3], quien sostuvo que el pensamiento económico occidental se basa en una concepción mecanicista que conduce a expectativas de crecimiento ilimitado, generando inevitablemente crisis ecológicas, sociales y políticas. Un buen ejemplo de esto último es el cambio climático, en tanto los actuales patrones de producción, consumo y crecimiento económico, han dependido y dependen de un mayor uso de energía de combustibles fósiles. Ellos no podrán desvincularse hasta que no logremos redefinir el concepto mismo de crecimiento, cuestionando uno de sus núcleos macroeconómicos básicos, como es la hipótesis de un crecimiento continuo y exponencial en el PBI.
Aquí tampoco los cambios serán una tarea simple. El crecimiento ilimitado de la economía, el Santo Grial en el que descansan las concepciones económicas neoclásicas ha generado una compleja red ideológica en la que el consumismo ocupa un lugar central. Para comprender la importancia que el consumismo tiene en la vida moderna, basta con recordar el pensamiento del analista de mercado Víctor Lebow, quien un poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando EE.UU. necesitaba hacer crecer la economía, formuló la solución que se convirtió en la regla para todo el sistema:
Nuestra economía, enormemente productiva, requiere que hagamos del consumo nuestra forma de vida, que convirtamos en rituales la compra y el uso de bienes, que busquemos nuestra satisfacción espiritual, la satisfacción de nuestro ego, en el consumo. Necesitamos que las cosas se consuman, quemen, reemplacen y desechen a un ritmo cada vez más acelerado.[4]
La exacerbación del consumo trajo como consecuencia patrones de producción basados en el concepto de “obsolescencia programada” y en refuerzo, la publicidad aportó a la “obsolescencia percibida”, motorizando ambas el consumo desmedido y el despilfarro, como medios para garantizar un ilusorio crecimiento económico ilimitado.
En la década de 1970, frente al crecimiento de una corriente de opinión contraria a las ideas que postulaban un crecimiento económico infinito, surgieron los intentos por demostrar que ello era posible. Ejemplos paradigmáticos son los trabajos de Solow, Stiglitz y Hartwick que intentaron establecer las condiciones necesarias para alcanzar un indefinido crecimiento económico pese a las limitaciones impuestas por la finitud de los recursos naturales, uno de cuyos pilares se centró en considerar que el capital económico podía sustituir al capital natural y que las bondades del cambio tecnológico hacen posible pensar en una explotación sin límites de los recursos naturales.
A la función de producción empleada por los modelos neoclásicos de crecimiento económico, que normalmente consideraban dos factores: el stock de capital económico y la oferta de trabajo, Solow y Stiglitz agregaron el flujo de recursos usados en la producción y demostraron matemáticamente que ese flujo puede ser tan pequeña como se desea, siempre que el capital económico sea suficientemente grande, como prueba de la existencia de sustitución entre el capital económico y el natural.
Estas especulaciones teóricas, propias de economistas que sólo consideran aquello que está dentro de su cerrado e inflexible modelo matemático, que normalmente tiene escasa o nula relación con lo que acontece en el mundo real, se estrellaron con la lapidaria crítica formulada por Georgescu-Roegen:
Solow y Stiglitz no habrían llevado a cabo su truco de magia (el incorporar en la función de producción el flujo de recursos naturales) si hubiesen tenido en cuenta, primero, que todo proceso material consiste en la transformación de unas materias en otras (los elementos de flujo) por parte de unos agentes (los elementos de fondo), y, segundo, que los recursos naturales se ven muy socavados en el proceso económico. No son como cualquier otro factor de producción. Una variación en el capital o el trabajo únicamente puede reducir la cantidad de desechos en la producción de una mercancía: ningún agente puede crear la materia con la que trabaja, ni el capital puede crear la sustancia de la que está hecho.[5]
¿El capital artificial y el natural son mutuamente sustituibles, o son fundamentalmente complementarios y sólo marginalmente substituibles entre si? ¿El mundo natural finito puede admitir un infinito crecimientos de nuestra economía?
Para los ecólogos no es un secreto que la naturaleza confía en los equilibrios. Los ciclos del agua, del carbono o del nitrógeno resultan claros ejemplos de los delicados y complejos equilibrios de la vida. La regeneración natural de los ecosistemas boscosos o de los humedales son otras expresiones de esos equilibrios. Si existen equilibrios, necesariamente deben existir “límites” y una economía de crecimiento ilimitado contradice entonces esta tendencia natural, con lo cual las crecientes crisis ambientales y económicas en gran medida son síntomas de la descoordinación existentes entre ambos mundos.
La Huella Ecológica[6], indicador propuesto, entre otros, por Mathis Wackernagel, resulta una buena ilustración de lo que implica el absurdo de concebir un crecimiento infinito en un mundo finito. Al asociar la Huella Ecológica con el concepto de Biocapacidad[7] surge que, desde la década de 1980, la humanidad se ha colocado en una situación de sobregiro del capital natural, un sobregiro ecológico por el cual la demanda anual excede los recursos que puede regenerar la tierra cada año. Este sobregiro lleva al agotamiento del capital natural y al aumento en la generación de residuos, que no puede remediarse con la clásica fórmula económica de la sustitución entre diferentes formas de capital, ya que no existe una importación de recursos para el planeta. Un buen ejemplo lo proporciona Herman Daly cuando al analizar los problemas de las funciones de producción que ignoran el capital natural, menciona que: El hecho de tener dos o tres veces más sierras y martillos no nos permite construir una casa con la mitad de madera[8].
En el negocio, como de costumbre, limitar las emisiones de carbono lleva directamente a la caída del crecimiento económico, con secuelas de recesión y desempleo, agudizando el estancamiento del mundo en desarrollo, de allí que difícilmente se pueda esperar que negociando en el estrecho margen de una convención sobre cambio climático se logre alcanzar el objetivo propuesto de estabilizar las concentraciones de gases efecto invernáculo en la atmósfera.
La solución sólo puede llegar como resultado, en el lado de la oferta, de cambios en materia de eficiencia energética y fuentes de energía renovables, y en el lado de la demanda, estabilizando la población y modificando los patrones de consumo, que debería reorientarse de los bienes a los servicios del capital humano, entre otros: la educación, la salud y la recreación. En tal escenario, los países desarrollados tienen que moderar sus niveles de consumo y, los países en desarrollo, tienen que alcanzar los promedios globales. De esta forma, el crecimiento económico debería redefinirse en el concepto de “progreso económico”, orientado hacia la vida social y cultural mejoradas.
Tal como lo sostiene Jonathan M. Harris (Tufts University. USA) en “Ecological macroeconomics: Consumption, investment, and climate change”, tenemos que preguntarnos si: ¿Podrá la teoría económica estándar adaptarse a estos cambios? ¿Podrá alcanzarse el objetivo de reducir drásticamente las emisiones de carbono sin agravar el desempleo, aumentar los conflictos entre los “ricos” y pobres”, o reducir el bienestar? Las respuestas a estas preguntas dependerá en parte del potencial tecnológico, en parte de la voluntad social para modificar las metas de consumo, pero también de manera significativa del enfoque que adoptemos para la teoría macroeconómica.
La opción, entonces, es clara: nos empeñamos como hasta ahora en negociar cuotas de reducción de emisiones mientras vemos como siguen aumentando sus concentraciones atmosféricas, o nos empeñamos en cambiar el rumbo de la economía, enfrentamos seriamente la amenaza del cambio climático y nos ponemos en la senda de un desarrollo sostenible. www.ecoportal.net
El autor, Carlos Merenson, es Ingeniero Forestal, Académico de Número de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente, ex Secretario de Ambiente de la Nación – Texto original para Ecopolítica.
Referencias:
[1] En 2008 se ralentizó el ritmo de las emisiones de carbono, pero ellas igualmente subieron un 1,7% respecto del año anterior. Su evolución en las cuatro últimas décadas marca un crecimiento, desde las 16,3 Gigatoneladas (Gt)de CO2 de 1970, pasando por las 22,3 GtCO2 de 1990 hasta alcanzar las 31,6 GtCO2 de 2008, este último es un valor que supone un incremento del 41% sobre 1990, año base del protocolo de Kioto, muy alejado de su objetivo de reducción, de un 5,2% sobre los niveles de 1990 que se debía alcanzar durante el primer periodo de compromiso (2008-2012).
[2] En su Cuarto Informe (Climate Change 2007: Synthesis Report, Contribution of Working Groups I, II and III to the Fourth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change. Cambridge, United Kingdom and New York, NY, USA: Cambridge University Press. Also available at http://www.ipcc.ch/) el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) postuló que para evitar una interferencia antropógena peligrosa en el sistema climático mundial era necesario alcanzar una reducción de las emisiones de dióxido de carbono del orden de un 50 a un 85% para 2050.
[3] GEORGESCU-ROEGEN, Nicholas (1996): La Ley de la Entropía y el proceso económico, Madrid, Fundación Argentaria.
[4] Lebow, Victor; “Price Competition in 1955”; Journal of Retailing, Vol. XXXI no. 1, pg 5, Spring 1955
[5] Georgescu-Roegen, N. 1979 “Comments on the Papers by Daly and Stiglitz”. En V. Kerry Smith, eds., Scarcity and Growth Reconsidered. Baltimore: RfFand Johns Hopkins University Press.
[6] Huella Ecológica («Ecological Footprint»): Medida de cuánta tierra y agua biológicamente productivas requiere un individuo, población o actividad para producir todos los recursos que consume y para absorber los desechos que generan utilizando tecnología y prácticas de manejo de recursos prevalentes. Usualmente se mide la Huella Ecológica en hectáreas globales. Dado que el comercio es global, la Huella de un individuo o un país incluye tierra o mar de todo el planeta.
[7] Biocapacidad o Capacidad biológica («biocapacity or biological capacity»): La capacidad de los ecosistemas de producir materiales biológicos útiles y absorber los materiales de desecho generados por los seres humanos, usando esquemas de administración y tecnologías de extracción actuales. “Materiales biológicos útiles” se definen como aquellos usados por la economía humana, mientras lo que se considera “útil” puede cambiar de año a año (e.g. el uso de hojas de maíz para la producción de etanol podría resultar en las hojas de maíz convirtiéndose en un material útil, y así incrementar la biocapacidad de la tierra de cultivo de maíz). La biocapacidad de un área se calcula multiplicando el área física actual por el factor de rendimiento y el factor de equivalencia apropiado. La biocapacidad generalmente se expresa en hectáreas globales como unidad.
[8] “Criterios operativos para el desarrollo sostenible” Un texto de Herman Daly Traducción de Gustau Muñoz http://www.eumed.net/cursecon/textos/Daly-criterios.htm#6
Artigo socializado pelo Ecoportal.net e publicado pelo EcoDebate, 23/03/2011
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